La huella, evidencia de lo efímero.








El hombre consciente de su precariedad, de que vive en una realidad en constante cambio, en un mundo que no es más que apariencia, en el que se producen una sucesión de fenómenos transitorios, que se desvanecen con nosotros y apenas dejan rastro. En ese caos, en el que parece estar inmerso, busca los referentes históricos que le ayuden a comprender mejor el mundo que le rodea, la esencia de la vida. Y son las huellas, aquello que ha permanecido por efecto de una acción o suceso, que ha sobrevivido a todos los tiempos, lo que despierta el interés del hombre. Y, más especialmente, el del artista quien busca con su obra convertirse en testigo de su tiempo y dejar una impronta, que adquiera incluso el valor de documento. Intenta así trascender a una realidad efímera y luchar contra el olvido.

La huella se convierte de esta forma en un símbolo rico en significados en el que están inmersos, además del tiempo, la ausencia, la permanencia, la muerte y la trascendencia. Temas que inquietan y, a su vez, ejercen un fuerte poder cautivador. ¿Acaso no sigue despertando hoy fascinación la cantidad de manos impresas en grutas rupestres? Verdaderas sombras coloreadas que han generado diferentes teorías para descifrar una impronta que dejaron nuestros antepasados. Un gesto testimonial, que si hoy nos conmueve, es porque su permanencia va más allá de lo físico, al no agotar sus posibilidades de seguir emocionando.

La huella, se plantea aquí como una reflexión estética resultado de las conexiones que establece el artista con su entorno y cuya finalidad última es transmitir emoción y despertar en nosotros nuevas experiencias estéticas que le den sentido de continuidad. Fijan su atención en el medio natural, en el mundo urbano, en la cotidianidad que muchas veces nos pasa desapercibida, en provocar nuestra capacidad de abstracción para discernir, entre las múltiples imágenes que forman nuestra vida, lo esencial de lo superfluo. La conexión con el lugar es un componente necesario para sentir más cercana a la gente. Prueba de ello, es la unión de estos cuatro artistas en torno a un tema como la huella, que aún siendo una constante expresiva, no se agota en sí misma y buscan con su aportación una apertura a la discusión ilimitada y al encuentro de múltiples lenguajes.


Concha Gay recurre a la fotografía porque detenta, en sí misma, ese valor de dimensión temporal que la convierte en un referente al enmarcarse en unas coordenadas espacio-temporales concretas, donde la propia imagen es una huella. Su mirada se posa sobre la acción creadora del hombre en el mundo urbano y rescata del olvido secuencias de graffiti que, por su condición innata, están avocadas a ser efímeras. Máxime al localizarse en los lugares más precarios, expuestos a la erosión o a la eliminación. Preservar un vestigio de lo que ya ha sido vivido o realizado, se acentúa aún más, al traer al presente un fragmento de un fresco de Pompeya que sitúa en paralelo con la acción creadora del mundo actual. Pasado y presente se aúnan y son extraídos del flujo de los acontecimientos, para resaltar la importancia de la memoria, sin la que no podemos reconocer, ni aprender, ni saber, ni discernir.
Concha Gay se aleja de lo narrativo y busca la plasticidad en el rastro dejado por la acción del hombre a través de signos, mensajes subliminales e impresiones como la marca de una pisada en la calzada que nos advierten sobre la presencia de alguien ausente. Sus obras nos hablan de la cotidianidad, de nosotros, de nuestro entorno, de lo que aflora o permanece latente, de la importancia relativa del tiempo y su superposición. En definitiva, del significado que adquiere lo efímero, al hacer visible lo que de duradero pueda tener lo perecedero, no es más que una llamada de atención sobre lo que debe trascender o no en el tiempo.

Javier Redondo extrae de la naturaleza imágenes evocadoras que nos muestran los sedimentos, grietas y fisuras propias de un proceso erosivo, al que ella misma tampoco es ajena. La acción del tiempo desvela un mundo en disolución pero, del que surgen nuevas formas llenas de color que, aún recordándonos nuestra vulnerabilidad, nos cautivan por su fuerza misteriosa y sugerente. Como si de un espejo se tratase, enfrenta imágenes que ha sometido a un proceso amplio de transformación con otras también intervenidas que nos alertan sobre aquello que se escapa a nuestro campo visual y se nos aparecen como una revelación, con toda su carga mágica, que nos atrapa y nos hace meditar sobre la vanidad y lo pasajero. Son composiciones sugerentes, llenas de sensualidad y misticismo, que transmiten movimiento. Espacios en constante transformación que tienden a desaparecer incluso, como alegoría a la transitoriedad y como crítica, a la obsesiva preocupación existente por dejar huella.
La dialéctica del color determina este juego de oposiciones y ambivalencias del lenguaje pictórico/fotográfico, en el que podemos identificar lo real, con sus surcos y fisuras como más monocromático frente a lo imaginario, cuyas tonalidades suavizan los contrastes creando una superficie más uniforme, sin oquedades; reforzada por la acción de la luz, factor esencial de equilibrio y de coherencia de esta obra de intenso contenido lírico.

Armando Arenillas interpreta la huella como la acción directa derivada del tratamiento de la materia. Ella expresa su mundo interior que se manifiesta en las texturas, en los volúmenes, en la disposición de los elementos en distintos planos y en la sensación de movimiento que le otorga un punto de vista bidimensional. Establece así un paralelismo con la naturaleza, cuyas superficies irregulares nos indican que al igual que ella, el proceso de transformación y evolución es constante. La elección de los materiales, su consistencia y combinación reafirman ese dinamismo que refleja en las contrastadas superficies y en la utilización de una reducida gama cromática, que pretenden atraer nuestra atención hacia lo esencial. El blanco adquiere protagonismo, el propio de un proceso de síntesis que conduce a la introspección y al silencio. Un silencio que se hace más evidente a medida que suaviza las acumulaciones texturadas, los acentuados relieves y se ralentiza el movimiento. Ahora, las masas cromáticas se ven atrapadas dentro de otras formas geométricas que delimitan el espacio del cuadro, en clara alusión a la lucha que establece el hombre con el tiempo y su deseo de atraparlo y controlarlo.

Ajeno a las modas estéticas, Armando Arenillas se obstina en construir un discurso, en torno a la materia, en el que los elementos descriptivos e intimistas se equilibren. Solidez, resistencia, extensión, convulsión, divisibilidad son propiedades de la materia y por analogía de la vida que crea, forma y transforma. La razón de ser es mantener un nexo vital de unión entre ambas y por tanto, no cabe la dicotomía.


Julio Martínez se adentra en el espacio plástico a través de la fuerza del color y es éste el que impone su ritmo. Las densidades y texturas de las superficies cromáticas se extienden sobre el lienzo y convierten el color en materialidad, que se va desplazando y expandiendo de dentro hacia fuera. La cadencia que impone el espesor cromático y la gradación lumínica dirigen nuestra mirada al centro de la obra, donde traza un marcado rastro, que fractura el lienzo en dos espacios perfectamente equilibrados. La energía procedente del centro irradia su resplandor sobre toda la superficie, a modo de proyección de un mundo interior y en alusión a las fuerzas ocultas de la naturaleza. Lo trascendente y misterioso de la vida parece situarse en ese punto que nos anima a traspasar y para ello, es necesario desprenderse de todo lo aprendido y dejarse llevar más por nuestras emociones. Penetrar la realidad, en busca de lo esencial, de lo que permanece y de lo que es sedimento de nuestra cultura, porque de esta forma, y suscribiendo a Durrell, así se opera el lento crecimiento, por acumulación del tiempo en el lugar”.

Interesado por la plasticidad de sus composiciones, construye un universo pictórico regido por la dualidad de zonas, que tiende a la verticalidad y a rebasar el espacio plástico, como si de esta forma pudiéramos escapar a los límites biológicos e intuir el fluir del tiempo, construyendo así una nueva realidad. Regida por la armonía y el orden, las sutiles y delicadas vibraciones de la materia parecen buscar el encuentro en estos espacios simétricos, a pesar de la profunda brecha que se abre entre ellos. Al final, no cabe más que la aceptación de esos dos mundos, en los que se ve atrapado el artista.
Queda aquí abierto un interrogante. Determinar si estas obras que juegan con los conceptos duradero/pasajero y que tanta fascinación suscitan, forman parte de lo que Bauman define como modernidad líquida. En ella, la noción de solidez es sustituida por la de fluidez, entendida esta última como movimiento constante, que no se sabe bien a donde conduce. O si por el contrario, resisten el paso del tiempo y desafían la norma universal del envejecimiento, el olvido y la desaparición.

Ana Bolado Ceballos.

La huella. Una constante en la expresión.
                                                                    anotaciones.


La importancia del concepto de huella en el hombre radica en su capacidad para ayudarle a comprender el mundo que le rodea y lo que acontece; puede intentar reconstruir su pasado para entender mejor su presente y con todo esto sustentar el deseo de persistir en el futuro, en un intento de trascender.

Ese concepto de huella lleva implícita una imagen como impronta del sentido de esa arqueología de la que el autor habla en su obra artística. Se trataría de relacionar la obra con la noción de documento o testigo, a través de una aportación de nueva visión de la obra artística como impronta humana, huella efímera, en menor o mayor grado e introduciendo una preocupación de la existencia humana.

Por tanto la noción de huella en el arte contemporáneo implicaría reflexionar sobre conceptos afines como el fragmento, el vestigio y la memoria.

Es cada vez más habitual que los artistas construyan su lenguaje articulándolo incorporando los conceptos mencionados.

El uso de los objetos, de los que deviene la huella; la memoria de la sociedad que lo desarrolla con su carga de sentido. La reflexión de la huella de la memoria, la historia y las connotaciones políticas en la sociedad actual. Los lenguajes actuales de producción constituyendo toda una alegoría de la huella, de las improntas y rastros dejados por diferentes seres en el transcurso de sus vidas.

A través de todos estos fundamentos el artista reflexiona sobre la desaparición del origen y de otros conceptos también esenciales como la ausencia, la distancia, la desaparición, el abandono.

La huella por tanto, adquiere importancia como proceso para poder enlazar al hombre con el tiempo histórico, a modo de memoria frente al olvido. En este sentido, podría entenderse también como la lucha del hombre ante la realidad de la finitud, y podría interpretarse como la continua huida y salida esperanzadora ante la evidencia de la muerte.

La necesidad de crear sugiere una visión ligada al concepto de trascendencia al tiempo en un sentido profundo y espiritual. Pero además, el artista concibe la verdadera obra artística como aquella creación que atiende al concepto de autenticidad.



                                              Javier Redondo.


                      BIBLIOGRAFÍA:

                                                                                    Carmen Parralo - Ortega y Gasset - Martín Heidgger.


ARMANDO ARENILLAS


Para el creador, sus obras se traducen en impulsos de vida hacia algo, que se convierten en En la actual época que vivimos de continuos vaivenes creativos, no existe nada más transgresor que la propia coherencia de un trabajo personal alcanzado a fuerza de constancia.

En el caso de Armando Arenillas, se trata pues, de una victoria individual a base de sondear de forma constante múltiples posibilidades y de formalizar un ejercicio que lleva a redescubrirse continuamente desde la voluntad de decantarse hacia la materia creando especiales percepciones e interesantes efectos de naturaleza, eligiendo materias granulosas consolidadas y pigmentadas. Arenillas entiende su obra como la eterna búsqueda en pos de la experimentación con el lenguaje, la técnica y la excelente factura habitual de una obra que da siempre un paso más allá en sus viejas inquietudes, para ofrecer un universo de formas que se desarrollan en el espacio real o tridimensional resultado de la adición de materiales o del trabajo en capas sucesivas y de esgrafiados, descubriendo así meditados ejercicios textuales y sorprendentes veladuras.

Sus obras cobran un valor táctil evidente en el empleo de diversos materiales que le hacen oscilar desde la suave tersura a lo arisco más agresivo, desarrollando así todo un repertorio de sensaciones. Cubre las superficies con elementos varios como tierras y minerales, maderas, papeles y cartones y otros materiales reciclados o encontrados que propician un encuentro con la naturaleza y que invita al espectador a meditar sobre lo temporal y aspira a convertirse en crónica de la identidad y la memoria. Son creaciones que reiteran un trabajo de reducir su quehacer a lo esencial y de encaminarlas hacia la intensidad dramática, la austeridad, la luz y el silencio. Cada obra se convierte en un halo de espiritualidad y se desarrolla desde una perspectiva íntima y privada para transformarse en una sutil meditación que se extrae del cromatismo personal, la estructura y la sensibilidad, procurándonos ese particular y sobrecogedor goce.